martes, 3 de febrero de 2015

Venganza




     Lidia entró en aquel local de copas casi por inercia. Había hecho un receso en el hospital donde trabajaba de patóloga forense y a instancias de una compañera, fue a tomar un refresco al Santuario, recientemente inaugurado y con bastante ambiente. 

     Ella no tenía mucha vida social, su mundo era su trabajo, su casa y su gatita como única compañía. Entre el bullicio de la gente, consiguió acercarse a la barra. Sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal, sus ojos se quedaron petrificados y las rodillas le fallaron haciéndole tambalearse. ¡No podía creerlo! Se quedó fijamente mirando a aquel hombre, a aquel ser despreciable que le había removido las entrañas en una décima de segundo. Se dio la vuelta y salió despavorida del local. Le faltaba la respiración y al mismo tiempo,  el corazón le latía a mil, descontrolado, queriendo salir del pecho. Tomó aliento y se encaminó  de vuelta al hospital, bajó a su lugar de trabajo y una vez en la Morgue, analizó con detalle lo sucedido.
    
      Habían pasado quince años... quince años de visitas a psicólogos, de intentos de superación, de rechazo al sexo masculino, de una lucha continua por llevar una vida normal, y ahora, el destino le había brindado en bandeja de plata la oportunidad que durante tantos años había esperado.                  

     Era un día tranquilo y aunque estaba de guardia, no estaba prevista la práctica de ninguna autopsia, a no ser que hubiese alguna urgencia, pero para eso llevaba siempre su busca. Así pues, se atusó el cabello, pintó sus labios de rojo fuego y salió decidida a tomar ese refresco.

     Se acercó a la barra, justo donde estaba situado él. Le pareció curioso el hecho de que no había cambiado practicamente, sin embargo ella... ella ya era una mujer, y por muy buena memoria que tuviera, no la reconocería. Coqueteó, se insinuó y en un descuido vertió en su bebida una dosis suficiente de escopolamina. El estaba muy excitado, esos labios le estaban volviendo loco y las insinuaciones de aquella mujer le tenían fuera de si. En su cabeza solo existía una idea; poseerla.
Al cabo de una hora salieron juntos del local y se dirigieron a la Morgue, a él le había parecido morbosa la idea que le había propuesto Lidia,  de hacerlo allí. La droga estaba haciendo efecto y Lidia sabía que disponía de una hora más, para que se potenciara la actividad de la escopolamina.

     Lo tumbó sobre la mesa de autopsias, lo ató fuertemente con esparadrapo y lo amordazó. El, aún estaba vestido y aún aturdido se reía; aquello le excitaba sobremanera. Ella, se colocó la bata de trabajo,  cogió el bisturí y le rajó el pantalón, dejando al descubierto sus genitales. Buscó en el bolso su ipod, se puso los auriculares y comenzó a sonar la quinta sinfonía de Beethoven. Se acercó a aquel rostro repugnante y casi en un susurro le dijo : -No hay perdón para un violador.


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